Por momentos, el cielo y el infierno parecen convivir sin fronteras en la Argentina. El miércoles fue uno de esos momentos: el 18 de enero pareció más una obra de teatro que un día real en la Argentina. Las máscaras de la risa y del llanto, que simbolizan a las musas griegas Talía y Melpómene, convivieron alternativamente durante toda la fecha. Como si la realidad de este país fuera el más austral de los escenarios, sin otras tablas más que la bipolaridad.
Ese día se cumplió un mes de la última gran muestra de genuina e incontenible felicidad popular, que se desató cuando la Selección Nacional se consagró ganadora de la Copa del Mundo en Qatar. Fue un domingo de risa infinita. Como infinita fue, 48 horas después, la movilización de millones de personas en el área metropolitana de Buenos Aires para recibir a los campeones. Rememorar aquellos días de diciembre comprueba que la Argentina bien puede ser una fiesta.
El miércoles pasado, en contraste, se cumplieron también ocho años del hecho más vergonzante para la honra y el ser nacional en estos casi 40 años de democracia: el magnicidio del fiscal Alberto Nisman. La Justicia investiga un asesinato, en la causa que hoy está en manos del fiscal federal Eduardo Taiano y del juez federal Julián Ercolini. Esto se debe al peritaje encargado en 2016 a la Dirección de Criminalística y Estudios Forenses de la Gendarmería Nacional Argentina. Ese estudio concluyó que la muerte de Nisman se trató de un homicidio. Un homicidio impune.
Es decir, en una sola jornada ha quedado cristalizado que la Argentina es un escenario capaz de recrear las mayores proezas. Y también, las más brutales atrocidades. Eso sí: los actos heroicos pasan. Los crímenes aberrantes quedan. Y quedan sin castigo.
Los límites
La eternidad es una instancia sin moral. Los seres humanos han creado sistemas morales porque son conscientes de que son finitos y necesitan que su vida, a la vez que un final, también tenga una finalidad. Los animales no son conscientes de ello y por eso la suya no es una ley moral, sino la ley de la selva. En su cuento “Los inmortales”, Jorge Luis Borges piensa, justamente, en la amoralidad de la infinitud. La eternidad es un “todo”, por tanto, todo lo bueno está destinado a ocurrir durante ella, así como todo lo malo. “Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir”, escribió.
Los horrores de la Argentina actual, la del Estado Constitucional de Derecho, están dados por la eternidad de la impunidad. Está impune aún el atentado terrorista del 17 de marzo de 1992, perpetrado contra la Argentina mediante la voladura de la Embajada de Israel: le costó la vida a 23 argentinos, mientras que otros 242 quedaron heridos. Ese hecho ya superó las tres décadas sin condena contra los responsables. Hijo de esa eterna impunidad fue, dos años después, el segundo atentado terrorista contra nuestro país, mediante la voladura de la AMIA. Este ataque, perpetrado el 18 de julio de 1994, segó la vida de 85 compatriotas, y dejó más de 300 heridos. Fue el más brutal de nuestra historia. En seis meses cumplirá 29 años sin castigo.
Néstor Kirchner, al asumir como Presidente de la Nación, creó una Unidad Fiscal de Investigación destinada exclusivamente al caso de la AMIA y colocó a Nisman al frente de esa tarea. Para demostrar que no era un gesto vacío, habilitó una línea de financiamiento directo de la Jefatura de Gabinete de la Nación, que estaba a cargo de Alberto Fernández, el actual jefe de Estado.
No era un asunto sencillo el que le encargaban a Nisman: la primera investigación del ataque terminó en un juicio en que se anuló todo lo actuado y en el que se ordenó investigar a los jueces y los fiscales del caso: ellos terminaron condenados por encubrimiento. Fue un papelón histórico, en el que Carlos Telleldín, último propietario de la Trafic usada como coche bomba, reveló que había recibido U$S 400.000 para involucrar a policías bonaerenses. La Justicia consideró en 2004 probada la criminal “construcción de una hipótesis incriminatoria”. Los acusados fueron sobreseídos. Es decir, una década después del atentado, todo era escándalo.
Las banderas
Nisman se hizo cargo al año siguiente y 12 meses después, en 2006, emitió un dictamen en el que atribuyó la responsabilidad del ataque al gobierno de Irán y a la organización Hezbollah. Ese mismo año, a partir de la pesquisa de Nisman, la Justicia argentina dictó órdenes de captura internacional contra nueve iraníes. A partir de ello, la Interpol activó sus “circulares rojas” contra cinco de ellos. El juez Rodolfo Canicoba Corral, además, declaró que el atentado era un “crimen de lesa humanidad” y, por tanto, constituía un delito imprescriptible.
Todos esos avances terminaron con el gobierno de Néstor. Durante la primera presidencia de Cristina Fernández, los pedidos de captura internacional parecieron meras manifestaciones de anhelo de la Argentina. Y durante la segunda presidencia ocurrió un hecho cercano a lo inenarrable. En el más absoluto y siniestro secreto, las autoridades argentinas suscribieron un Memorándum de Entendimiento con la República Islámica de Irán. Ese documento creaba una Comisión de la Verdad: miembros del gobierno persa conformado por aquellos a los que la Justicia de nuestro país considera autores intelectuales del horror de 1994 iban a integrar ese organismo para ayudar a esclarecer lo ocurrido…
Cuando el hecho salió a la luz, el kirchnerismo llevó el tratado al Congreso de la Nación, donde fue aprobado por el peronismo. La Justicia, luego, lo fulminó al declararlo inconstitucional.
Ese oscuro Memorándum fue la médula de la denuncia que Nisman presentó en enero de 2015 contra Cristina y otros funcionarios de su Gobierno: los acusó de encubrimiento del atentado. Entonces, el fiscal fue convocado al Congreso para exponer las pruebas y los fundamentos de la investigación que lo habían llevado a formular tamaños cargos. En la víspera de presentarse ante los representantes del pueblo, fue encontrado sin vida dentro de su departamento.
Lo que siguió fue espeluznante: el kirchnerismo se encarnizó con Nisman. No preservaron el departamento como escena del crimen, el secretario de Seguridad de ese entonces, Sergio Berni, entró a la vivienda antes que un juez o un fiscal. Para cuando ellos llegaron, decenas de policías iban y venían: ellos difundieron el contenido del teléfono del fiscal y de filtrar las fotos que Nisman tenían con sus parejas de diferentes momentos. Entonces empezaron a cuestionar la moral de ese hombre que ya estaba muerto: desde libertino hasta mal padre fueron las acusaciones vertidas por funcionarios de toda laya. Incluso, llegaron a pedir que el sujeto sin vida fuera investigado: querían una pesquisa para saber por qué había adelantado su retorno de Europa ese verano. El atentado contra la AMIA puede esperar, pero saber por qué interrumpe las vacaciones un fiscal es cuestión de Estado, en el doble estándar de la democracia “K”.
Pero el ultraje no concluyó entonces. Se prolonga hasta hoy, con un relato macabro: en la lógica del kirchnerismo, los que investigan a Cristina solamente mienten, entonces se arrepienten, se avergüenzan y se suicidan. Eso le pasó a Nisman y eso debiera haberle pasado al Diego Luciani, que investigó a la actual Vicepresidenta de la Nación por el redireccionamiento de la obra pública santacruceña en la causa “Vialidad”, y que consiguió que fuera condenada a seis años de prisión, en primera instancia, por el delito de administración fraudelenta. A esta lógica de que investigar a los K se paga con la vida, por cierto, no la propuso un dirigente de segunda línea, sino el mismísimo Presidente de la Nación.
“Hasta acá lo que le pasó a Nisman es que se suicidó. Hasta acá no se probó otra cosa. Yo espero que no haga algo así el fiscal Luciani”, sentenció Alberto Fernández, en agosto del año pasado, cuando era entrevistado en el programa “A Dos Voces”, en TN.
No sólo es tan ridícula como atroz la idea de que es lógico que los fiscales que investigan al poder se suiciden: lo que trafica este oprobio es la idea de que la víctima es Cristina, y no Nisman.
El gobierno que enarbolaba las banderas de “memoria, verdad y justicia” sólo deja malos recuerdos, un ataque antidemocrático contra la Corte de la Nación, y ni una sola verdad…
Las antinomias
El filósofo Slavoj Zizek recuerda, en su ensayo “Sobre la violencia”, que el imprescindible Immanuel Kant desarrolló la noción de “antinomias de la razón pura”.
La razón humana es finita –explica- y por tanto cae inevitablemente en la autocontradicción cuando intenta ir más allá de la experiencia de los sentidos concretos. Opera esto, por ejemplo, al responder a preguntas tales como: ¿tiene el universo un comienzo en el tiempo, un límite espacial, una causa inicial, o es infinito?
La antinomia surge porque es posible construir argumentos válidos para ambas partes de la pregunta: podemos demostrar de forma concluyente que el universo es finito y que es infinito. Lo mismo se verifica en toda discusión respecto de la existencia de Dios: no hay pruebas que lo corroboren, así como tampoco hay pruebas que lo nieguen. En eso consiste el relato oficialista sobre esa vergüenza oprimente que es la impunidad en torno del magnicidio de Nisman.
¿Cómo puede ser posible que el fiscal que hizo avanzar la causa AMIA aparezca muerto en su casa horas antes de comparecer ante el Congreso para explicar por qué el Memorándum con Irán era un acto de encubrimiento? ¿Cómo puede ser posible que la impunidad, en la Argentina, sea tan libre para provocar más impunidad y peor impunidad? El asesinato de Nisman no sólo está más allá de los límites de lo empírico: está más allá del límite de lo razonable. Entonces, ¿por qué no plantear que se suicidó? Total: en el país de la impunidad no hay pruebas para una hipótesis, ni para la otra. Ni para nada. Ni para nadie.
Kant –evoca Zizek- argumenta que si este conflicto de la razón no se resuelve, la humanidad caerá en un estéril escepticismo que él denominó la “eutanasia de la razón pura”.
En el país sin cordura, detrás de la máscara de Talía, la que sonríe es Melpómene.